La pandemia de COVID-19 ha obligado a los gobiernos a tomar medidas sin precedentes, la más relevante a nuestros efectos estriba en la limitación de los movimientos de personas, particularmente su confinamiento donde se encontrasen físicamente en el momento de entrar en vigor las medidas. Esta situación sin precedentes está planteando muchos problemas fiscales, especialmente cuando hay elementos transfronterizos en la ecuación. El confinamiento podría haber alterado la sede de dirección efectiva de una empresa, podría poner en discusión la condición de residente de una persona física en uno u otro país en función de los días de permanencia (en buena medida obligados por el confinamiento), podría haber creado un establecimiento permanente o, a título de ejemplo, podría haber afectado al régimen fiscal de los trabajadores transfronterizos.
A reflexionar sobre estas cuestiones dedicaremos las líneas que siguen.
La residencia fiscal de las personas físicas.
A pesar de la complejidad de las normas y de su aplicación a una amplia gama de personas potencialmente afectadas, es poco probable que la situación COVID-19 afecte a la residencia de una persona física.
Algunos países (Reino Unido, Australia o Irlanda, por ejemplo) ya han publicado orientaciones útiles y medidas administrativas relativas al impacto COVID-19 sobre la residencia de una persona en virtud de la legislación interna y también del marco general de los CDI.
Se pueden imaginar dos situaciones:
- Una persona se encuentra temporalmente fuera de su hogar (tal vez de vacaciones, tal vez para trabajar durante unas semanas) y se queda varada en el país de acogida a causa de la crisis de COVID-19 durante el tiempo suficiente como para, objetivamente, considerar que ha obtenido la residencia en dicho país.
- Una persona está trabajando en un país (el “país actual”) y ha adquirido allí la condición de residente, pero regresa temporalmente a su “país de origen anterior” debido a la situación de COVID-19. Pudiera ser que nunca haya perdido su condición de residente de su “país de origen anterior” con arreglo a su legislación interna o que recupere la condición de residente a su regreso para confinarse.
En el primer caso, es poco probable que la persona adquiera la condición de residente en el país en que se encuentra temporalmente debido a circunstancias extraordinarias. Incluso si la persona se convierte en residente en virtud de las normas que le reconocen tal condición por haber permanecido en su territorio cierto número de días al año, no llegaría a adquirir la condición de residente a los efectos del CDI firmado entre ambos países. Por lo tanto, esa deslocalización temporal no debería tener consecuencias tributarias.
En la segunda hipótesis, también es poco probable que la persona recupere la condición de residente por encontrarse temporal y excepcionalmente en el anterior país de origen. Pero incluso si la persona es o se convierte en residente con arreglo a ciertas normas internas, la deslocalización temporal de la persona no le convertiría en residente de ese país a efectos del CDI firmado entre ambos países.
¿Por qué los CDI servirían para evitar un cambio de residencia derivado de un confinamiento que durase cierto número de días?
A los efectos de un CDI, una persona sólo puede ser residente en un país a la vez (su "residencia en virtud del tratado"), de modo que cuando se suscita un conflicto entre las normativas de dos países, o sea, cuando de acuerdo con la normativa interna de cada país pudiera ser considerada residente fiscal de ambos, se echa mano de las llamadas reglas de desempate (art. 4 del MC OCDE), reglas que recogen una jerarquía de pruebas, empezando por la cuestión de en qué Estado tiene la persona un domicilio permanente a su disposición.
En el primer caso anterior (persona confinada por el COVID-19 en un país distinto al suyo), lo probable es que la prueba de desempate conceda la residencia en el CDI al país de origen. Ello se debe a que es poco probable que la persona tenga un “hogar permanente” a su disposición en el país anfitrión. Pero si lo tuviera (v.gr. sería suficiente un apartamento alquilado por un período suficientemente largo), y hubiera cedido a un tercero su vivienda en su país de origen, se le trataría como residente en virtud del tratado del Estado anfitrión. Si la persona tiene un hogar permanente en ambos Estados, lo probable es que las otras pruebas de desempate (centro de intereses vitales, lugar de residencia habitual y nacionalidad) le reconozcan la residencia en el Estado de origen y no en el de confinamiento.
En el segundo caso (persona que retorna para confinarse en su país de origen, que es distinto del país donde habitualmente trabaja), se aplican las mismas normas de los CDI, pero su aplicación produce un resultado más incierto porque el apego de la persona al país de origen anterior es más fuerte. En los casos en que las relaciones personales y económicas entre los dos países son estrechas pero la regla del desempate sea favorable al Estado donde actualmente trabaja, el hecho de que la persona se trasladara a su país de origen durante la crisis de COVID-19 puede correr el riesgo de inclinar la balanza hacia este último. Esto se decidiría normalmente utilizando la prueba de la “residencia habitual”. Para dirimir cuál es dicha residencia habitual sabemos que se atenderá a la frecuencia, duración y regularidad de las estancias que forman parte de la rutina establecida de la vida de un individuo y, por lo tanto, no a las transitorias. Además, la determinación de la morada habitual debe de extenderse por un período de tiempo suficiente para que sea posible determinar la frecuencia, la duración y la regularidad de las estancias que forman parte de la rutina propia de la vida del individuo. Todo lo expuesto conduce a pensar que el retorno para confinarse en su antiguo país de residencia no alterará la condición de residente fiscal del país donde trabajaba hasta el COVID-19.